En la codificación más básica, utilizando un solo bit, sólo existen dos opciones: encendido o apagado, blanco o negro… 1 o 0. Una codificación que asignaría un 0 a todos los valores comprendidos entre 0 y 0,5 voltios, mientras que el resto recibiría el valor 1. Lo que se traduce en blanco y negro absolutos, cuya utilidad en fotografía es más que limitada.
Siguiendo con este concepto, podemos deducir que cuantos más bits se utilicen para la codificación, más cantidad de posibles tonos tendremos definidos entre el negro y el blanco.
Si optamos por 8 bits, logramos representar 256 combinaciones (28) que representarán, cada una de ellas, una tonalidad de la escena que podrá ir desde el 0 para el negro hasta 255 para el blanco.
Claro que si el sensor de nuestra cámara puede utilizar 16 bit, hablamos de 65.536 (216) tonos y ya con 24 ni te cuento… (224) 16.777.216 tonos.
En resumen, mediante distintas codificaciones, obtenemos una variedad considerable de valores “objetivos” que identifican el contenido lumínico de la escena. Por lo que a poco que nos fijemos, veremos que tenemos a mano otro parámetro fundamental para nuestros intereses.
Nuestro sensor no está compuesto por una sola célula fotosensible, sino por muchas.
De hecho, si miramos las características del fichero que sacamos de nuestra cámara, vemos que se especifican unas dimensiones en píxeles. Por poner un ejemplo, mi cámara actual genera unos ficheros de 5.472 x 3.648 píxeles, lo que da como resultado una imagen formada por 19.961.856 píxeles “totales”.
Ya tenemos otro parámetro objetivo y cuantificable con el que dibujar el histograma, así que…